domingo, 1 de octubre de 2017

LA CUCARACHA



He despertado sin nombre, he recorrido la habitación con la mirada tratando de reconocer algo de lo que allí se encuentra y no puedo recordarlo, pienso por un momento que he sido secuestrado pues ciento un fuerte dolor en la nuca, quizá me golpearon, seguro es un secuestro a pesar de que no estoy atado debe ser un secuestro pues todo en la habitación está en desorden, como que hubiese forcejeado con alguien. Es poco lo que hay, un colchón de espuma barato y roto en el suelo, una frazada deshilachada y sucia, a mi izquierda una pequeña banca de madera con un polo encima totalmente sucio y maloliente, un poco más allá una caja de cartón en el suelo, reviso y encuentro un dentífrico, cepillo, un jabón gastado con pelos, algo de asco se me junta en la garganta... ya no quise ver los bultos y cachivaches del otro lado del cuarto.
Por fin decido levantarme, la puerta es de metal y con algunos vidrios tipo catedral que me dejan adivinar que recién está amaneciendo, de un perchero incrustado en la pared cuelga una toalla percudida, en el gancho de alado un rollo de papel higiénico lucha por mantener el equilibrio, más allá, en una esquina una pequeña ventana oxidada de vidrios pintados de plomo dejan entrar una tenue luz, abro una de sus hojas y por fin me siento algo libre, estoy en una azotea descuidada, llena de maderas y cartones, casi al otro extremo del techo hay un ambiente pequeño, parece ser un baño, quien viva acá realmente vive como un pordiosero.
Trato de recordar que día es y no puedo, el golpe que me dieron en la cabeza parece haber sido fuerte, aún duele la nuca sobre todo cuando giro la cabeza o bajo la mirada por lo que prefiero levantar la vista un momento… ¡Sí! Por fin un dato, justo frente a mí está ese cerro, claro ya recuerdo, el cerro San Cristóbal, aún en medio de la niebla se aprecian las luces de su cruz. Si intento escapar quizá me detengan, tampoco se en que piso estaré, debe ser un tercer o cuarto piso; ya está decidido lo intentaré.
Recién deben ser las cinco, estoy a tiempo. Cerca al baño se abre la baranda de concreto de la azotea hacia las escaleras. Antes de emprender semejante diligencia me echo en el piso helado colocando mi oído lo más pegado que se pueda, sólo distingo un murmullo como de un televisor o radio encendido y a unos escasos cinco centímetros de mi nariz una cucaracha aplastada me da los buenos días… ya no hay tiempo para dudas.
Me pongo unas sandalias sucias y rotas que amarradas con una piola aún sobreviven, realmente la podredumbre del lugar me da lástima. Salgo presuroso tratando de que mis pies no golpeen demasiado el suelo, al llegar al borde de las escaleras me detengo, sí, estoy en un cuarto piso, la escalera empinada hace que tenga más cuidado, bajo abruptamente por el frente de la casa, me detengo en el último descanso a unas veinte últimas gradas, desde aquí distingo la calle que es sólo un callejón con un colegio al frente. Mi corazón late con fuerza, el estómago cruje como un puñete, me agarro de dolor notando un hueco, un vacio estoy muy delgado, mis costillas sobresalen y no es difícil compararlas con los dedos de mi mano extendida, parece que me han tenido sin comida estos desgraciados.
Ya casi en los últimos peldaños pareciera que alguien me estuviera observando desde un piso arriba, no hago caso y apresuro el paso, una puerta con rejas metálicas me separa del callejón, por gracia divina está abierta, salgo, camino, escucho un grito tras de mí como un “conche…”, corro sin rumbo, a mi lado pasan como espectros una escolar, un panadero, sigo corriendo, ya lejos un emolientero en su rutina, me detengo, reviso mis bolsillos, creo que no me alcanza, mejor es llamar a… no se a quien llamar, no recuerdo nombres, ni direcciones, ni teléfonos, reviso la puerta de una casa, “Avenida Lima”, toco, enseguida se abre la puerta, un tipo sale con un palo a quien pensaba pedir ayuda pero que sin mediar palabra alguna se abalanza sobre mí, esquivo el primer golpe pero el segundo me cae en mi hombro derecho, corro otra vez gritando por ayuda, corrí como pude y la gente me esquivaba, llegué hasta un mercado de barrio, un teléfono, un número en mi cabeza, no sé de quién es pero lo recuerdo, llamo esperando que del otro lado me den alguna respuesta, marco, timbra, levantan el auricular, “Aló”, contesto con un inseguro “¿Aló?”, “Ah, Arnaldo”, pregunta por mi salud, ese debe ser mi nombre, no quiero preocupar a nadie “bien, sólo llamo para saber cómo están” respondo, me despido aduciendo apuro, luego de colgar pregunto por el lugar de mi ubicación: “Caja de Agua”.
Busco una avenida transitada, de seguro irá al centro, tengo que encontrar un puesto policial o alguien que me oriente, esta avenida debe ser, la que dice “Las Flores”, pero estoy cansado de correr y las tripas me arden, me detengo a pesar de que el tipo del palo me encontró y trajo consigo medio vecindario, me siento en el suelo, los gritos del gentío torturan mis oídos: “choro”, “ratero” y otros calificativos que ya no quise entender, me levantaron con facilidad del suelo, como un estropajo, como si fuera escoria social, y sólo recién me percaté de mi polera puesta al revés, de mis sandalias rotas, de mi short desgarrado y manchado de aceite, la cara grasosa, en fin… seguro debo de ser algún ladrón o fumón, repaso mi vista sobre mis brazos pero no veo pinchazos,  casi a rastras me llevan por un pequeño parque, algunos querían amarrarme a algún poste en “Próceres” decían, otros estiraban sus brazos para alcanzarme y me golpeaban en la cabeza, por allí sentí una patada mal dada en el muslo, mientras me amarraban en ese parque a un poste con un alambre, calló luego sobre mí, agua sucia que salpicó a mis captores, verdugos o sicarios de la justicia popular.
En medio de tanta bulla pude reconocer una voz, era la misma que me quiso detener al bajar las escaleras “cucaracha” gritaba, “cucaracha” me dijo. El desconocido pudo acercarse con empujones e insultos, “Escucha” le decía a mis captores, luego de discutir un momento se dirigió al gentío, algunos se iban, otros seguían insultando, alguno me escupió y se fue, el del palo se acercó y se disculpó mientras otro más me desataba. “¿Qué te pasa?” decía mi salvador “¿Desde cuándo que no comes?, ahora si de verdad pareces una cucaracha”. Esa cara, si, era Evaristo, ¡Hay! mi cabeza, hace tres días discutí con él justamente por la comida, yo quería cumplir con un trabajo y me encerré en mi cuarto durante ese tiempo, al tercer día fui a su cuarto por unos pinceles, era tarde, media noche, él dormía, y volvimos a discutir, salí con rabia, fue allí que le dije que no tenía amigos, caminé a mi cuarto, abrí la puerta, no encendí la luz, adiviné la ubicación de la colchoneta en el suelo, me volví de espaldas, salté hacia atrás, un golpe en la nuca y… no recuerdo más.
Evaristo me había visto bajar como un zombi las escaleras, como ido, ojeroso desde su ventana, preocupado porque no conocía Lima (recién tenía dos semanas de llegado) me gritó, dejé de caminar, corrí sin voltear, corrí escapando de mi verdad, ser sólo un pintor que funge de artista en la capital, corrí tratando de dejar atrás los trastes del pasado, pero tengo que reconocerlo, nunca dejaré de ser, por más que corra, una cucaracha más. 

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