Caminaba Vanidoso todo orondo él,
gustaba de pasearse por todos lados, se acomodaba en cada habitación exhibiendo
su adolescente existencia, su mejor carta de presentación, según Hernán, eran
sus grandes ojos medio verdes medio amarillos. Tenía cierto garbo señorial al
caminar, pero era su traje plomizo a rayas el que lo identificaba desde lejos y
lo hacía pintoresco. Aparecía siempre sin aspavientos, silencioso reposando ya
en algún sillón, ora en la cama, ora en el jardín. Otro detalle de Vanidoso era
que sobaba sorpresivamente su cuerpo contra cualquiera que se le cruzara en el
camino, muchas veces había asustado a la mamá de Hernán, pero Vanidoso solo se
limitaba a levantar la cabeza con sus ojos cerrados y mientras la rodeaba
restregándose en ella roncaba su bucólico ronroneo, con el pie mamá empujaba a
Vanidoso sacándolo de su camino y Hernán salía en su auxilio cargándolo y
mimándolo.
A Vanidoso se le daba por entrar a la
cocina e inspeccionar que todo marchara bien a la hora de cocinar, levantaba su
nariz lo más que pudiera, cerraba los ojos para adivinar lo que olía y luego
daba su visto bueno repitiendo un “sí, sí, sí” varias veces con la cabeza que alzada
y bajaba, alzaba y bajaba de un lado a otro. Almorzaba junto con toda la
familia, en el suelo, a un costado de la mesa del comedor, tenía dos platos uno
de comida y el otro de agua. Muy pulcro él, después de almorzar se lavaba las
manos y la cara, enseguida hacía su siesta de dos o tres horas, indispensable
para levantarse con fuerzas y echarse sobre el refrigerador a cumplir con su
sacrificado trabajo diario: ser un adorno móvil.
Cierto día Vanidoso consciente que
estaba en pleno desarrollo decidió que debía de comer algo extra, entró como
todos los días a la cocina ejecutando su diario ritual y preparó su mejor
estrategia.
Primero, se subió a su puesto de
vigilancia: el refrigerador, pero antes de la hora acostumbrada. Mamá, que
terminó de cocinar se disponía a salir de la cocina sin antes mirar recelosa a
Vanidoso que estaba recostado con la cabeza levantada e hizo un movimiento
flojo por abrir los ojos y ver a mamá, ella desconfiada, él inocente.
Segundo, apenas mamá hubo salido
Vanidoso saltó al suelo cayendo como si fuese un algodón, sigiloso, casi arrastrándose
fue hacia la cocina, miró a la puerta y nadie, por la ventana nadie, de una
salto ya estaba frente a sus ojazos las ollas que aún calientes despedían
olores paradisiacos, al menos eso hacía notar Vanidoso con su ronroneo.
Tercero, he dicho que Vanidoso
ronroneaba, si, acariciando con su peludo cuerpo las ollas, una tras otra como
diciendo “cuánto las quiero, cuanto las amo”. Ahora buscó con su nariz la mejor
oferta: la olla del caldo que aprobó con su “si”, asintiendo con la cabeza
muchas, muchas veces. Quiso meter su pequeña mano pero la tapa se lo impidió,
un nuevo intento le permitió violar la seguridad y hurgando con todo el brazo a
tientas encontró una papa, la levantó con sus afiladas uñas y al verla la dejó
caer dentro, él buscaba algo mejor, dejó caer también un zapallo y luego
pareció un poco desesperado, rodeó un poco la olla agitó más rápido su manita
haciendo un remolino y… por fin, en sus uñas quedó atrapado su botín esperado,
la pierna de pollo que debía de estar en el estómago de papá en unos minutos.
En aquel infortunado momento entró a escena
mamá encontrando a Vanidoso bajando de la cocina y de su boca, como era claro,
colgaba el “corpus delecti”, la presa de papá. Mamá, inteligente como sólo una
madre puede serlo, hizo lo que tenía que hacer.
Mamá demoró un poco en la cocina, pero
al fin apareció con los platos calientes y humeantes en el comedor, papá sonrió
complacido después de cierta impaciencia, agradeció y almorzaron todos, él algo
desorientado, mamá feliz… aunque el semblante de ella fue …ligeramente diferente
que el de otros días.
Después del almuerzo papá y mamá se
alistaron para salir juntos, ella molesta, él desubicado y el Hernán intrigado.
En el momento que salieron pasaron delante del Hernán, lo que mamá aprovechó
para murmurar adrede, de tal manera que su hijo escuchara “voy a matar a ese
animal” le pareció entender, delante estaba papá que escuchó la sentencia,
volteó a ver a su hijo alcanzando a encogerse de hombros y ahora totalmente
confundido hizo un gesto como quien dice “¡hay… las mujeres!”. La puerta se
cerró y el Hernán se preocupó, “¿Pero qué hizo Vanidoso?”, “¿Por qué está tan
molesta mamá?”, “¿Papá sabrá algo y no pudo decírmelo?”, “¡Si lo sabe!”, “¡Van
a comprar veneno!”.
El Hernán buscó por todos lados y no
aparecía, empezó a llamarlo por su nombre y por lo que obtuvo como respuesta un
maullido largo y cansado que venía del dormitorio de los papás, Vanidoso
descansaba ignorando todo el alboroto que generó su soberbia hazaña. El Hernán
lo vio enroscado dentro de uno los cajones del ropero que quedó abierto por el
apuro, al verlo tan inocente soltó a llorar, lo cargó lleno de ternura y con
sumo cuidado, sacándolo de entre los calzoncillos de papá, lo abrazó interminablemente,
lo llevó a la sala “¡Qué hiciste!” le decía, acariciaba su espalda y él le
agradecía ronroneando y levantando la cola. Lloró hasta cansarse y aún así
siguió llorando, quería escapar para no ser testigo de aquel acto de
injusticia, no lo soportaría, pero después se enjugó las lágrimas y pensó que
ya estaba muy grande para niñerías, decidió despedirlo con honores, fue a la
cocina, sacó del repostero una lata de filete de atún, la abrió, buscó el plato
de Vanidoso, vació el contenido de la lata, Vanidoso hizo su parte, “al menos
morirás gordo” le dijo, pero él no se daba por aludido.
Cuando papá y mamá llegaron encontraron
al Hernán en la sala con lágrimas secas y revueltas en la cara, con Vanidoso
durmiendo encima de sus piernas, “¿Pero qué pasó?” le preguntaron, se puso lo
más serio que le permitía una edad de ocho años, les diría en sus caras lo
injustos que eran, apelaría a sus corazones… pero cuando quiso abrir la boca
para abogar por Vanidoso sólo le salió un grito de llanto, corrió nuevamente
tantas lágrimas, que pudo haber a ver llenado el platito de agua de Vanidoso y
hasta hubiera sobrado, el pobre Hernán con Vanidoso en brazos parecía “La
Piedad” de Miguel Ángel, al verlo así, papá y mamá se acercaron, lo abrazaron y
entre los cuatro formaron un cuadro de dolor y entre balbuceos y mocos gritaba
el Hernán “¡LO QUIERES MATAR!, ¡LO QUIERES MATAR!”. Mamá tuvo que hacer
malabares para explicarle que lo que dijo lo dijo de molesta, papá “ayudaba”
diciendo que así era su mamá y Vanidoso… bien, gracias.
El Hernán comprendió que los adultos no
siempre dicen la verdad, que algunas veces dicen las cosas sin pensar, que “algunos”
integrantes de la familia no conocen las normas de convivencia de la casa y que
cuando hay un problema hay que conversarlo y no quedarse callado. Desde ese día
todos vivieron felices… aunque el semblante de mamá fuese… ligeramente diferente
algunas veces.

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